8 de noviembre de 2025
Donde el legado aún se siente vivo
Entrando en Pajares Salinas es como entrar en la memoria colectiva de Bogotá. En el aire se respira nostalgia: el olor del ajo, el eco del tintineo de las copas de vino y el murmullo de las conversaciones entre los clientes habituales, que llevan viniendo aquí desde hace generaciones. Fundado en 1953 por Saturnino Pajares, un inmigrante español que llegó con poco más que disciplina, recetas y convicción, este restaurante se ha convertido en una institución que se niega a plegarse a las modas.
Ahora, bajo el mando de su hijo, el chef José Augusto Pajares, la cocina sigue manteniendo un estilo basado en la paciencia y la excelencia. No es lugar para trucos de innovación ni menús degustación diseñados para Instagram. Pajares Salinas es la antítesis de la gastronomía efímera: es un lugar donde la comida, el servicio y el ritual siguen importando.
El espacio en sí habla de esa permanencia. Paneles de madera clásicos, manteles color crema y camareros que saben exactamente cuándo aparecer y cuándo desaparecer. Incluso antes del primer sorbo de Rioja, uno se da cuenta de que está en manos de profesionales que llevan toda una vida perfeccionando la coreografía de la buena mesa.
Las tapas que definen una filosofía
Hay algo intemporal en empezar una comida aquí con tapas. No como aperitivos, sino como una lenta conversación entre platos. El Gambas al Ajillo llegan burbujeando en aceite de oliva, desprendiendo un aroma tan profundo y reconfortante que casi se puede saborear antes de que el tenedor toque el plato. Cada gamba rebosa ajo y especias: una preparación sencilla que se eleva gracias a la precisión.
Luego está el Tortilla Española, Su corteza dorada da paso a un interior cremoso, prueba de que la sencillez exige maestría. El Boquerones en Vinagre, El vinagre de vino blanco, brillante, atraviesa la riqueza como un limpiador del paladar disfrazado de nostalgia. Y para los amantes de la audacia en el plato, el Txistorra es picante, jugoso y rústico.
Entre las selecciones de frío, la Jamón 100% Puro Ibérico de Bellota Gran Reserva (240.000 COP) merece su reputación. Está cortado en lonchas tan finas que se puede ver la luz a través de ellas, la grasa fundiéndose en seda en la lengua. Se saborea la paciencia, la curación, la artesanía, la herencia.
Entre cursos y conversaciones
Lo que hace que Pajares Salinas sea tan desarmantemente elegante es su ritmo. No hay prisas, ni presión por cambiar las mesas. Los camareros se mueven con discreción, reponiendo los cubiertos como si fuera un ritual. El siguiente plato no llega sin más, sino que se presenta. El vino, servido con discreta reverencia, se comenta como si fuera un viejo amigo.
En Sopa Castellana un plato humilde mejorado tras años de repetición. Enriquecido con ajo, pimentón y huevo escalfado, es una lección de moderación y equilibrio. Sabe a comodidad y ceremonia a la vez. Si le apetece darse un capricho, el Sopa de Pescados y Mariscos es el guiño de Pajares al mar: denso de sabor pero nunca pesado, cada cucharada revela otra capa de la profundidad del caldo.
Cada plato refuerza una creencia que este restaurante nunca ha abandonado: la excelencia reside en hacer lo mismo a la perfección durante décadas.
Especialidades de la casa
Aquí es donde Pajares Salinas revela su verdadero arte. El Rabo de Buey, un estofado de rabo de toro cocinado a fuego lento hasta alcanzar la perfección gelatinosa, es rico, tierno y genuinamente español. No actúa, simplemente existe con maestría. El Cochinillo al Horno, con su piel dorada que se deshace bajo el tenedor, consigue ser a la vez crujiente y fundente, un plato que recuerda cuánta técnica se esconde en la aparente sencillez.
Y luego, el Paletilla de Cordero. Servido entero y desprendido del hueso, es un plato con el que hay que comprometerse. No tiene nada de apresurado o delicado: es primitivo, fragante y profundamente satisfactorio. Podría compartirlo, pero se arrepentirá a la mitad del primer bocado.
Si hay una verdad en Pajares, es que en la cocina se cocina con tiempo como ingrediente principal. Todo es deliberado, medido e imposible de reproducir con prisas.
De filetes, marisco y ejecución impecable
Para los amantes de la carne, el Rib Eye Angus Certificado (240.000 COP) muestra cómo incluso los cortes importados encuentran su lugar en esta narrativa española. Perfectamente chamuscado por fuera, tierno por dentro y acompañado de salsas que realmente lo realzan en lugar de ahogarlo, es el silencioso flex del restaurante.
En Chuletas de Cordero sigue siendo un clásico de la casa: chamuscado, fragante y acompañado de verduras asadas que saben como si hubieran salido del huerto de la abuela. También hay Secreto Ibérico, La carne de cerdo, muy bien marmoleada y cocinada justo por encima del color rosa, es el tipo de plato que sólo se encuentra en las cocinas que entienden el calor como un instrumento, no como un peligro.
El marisco no es secundario aquí. El Mero a la Vasca - merluza en salsa de azafrán - encarna la España costera en un plato bogotano. En Langostinos a la Riojana aportan un toque de vino de Rioja y ajo a la mezcla, mientras que el Paella Marinera (270.000 COP, para dos) ofrece el centro de atención teatral: arroz al azafrán, gambas saladas, calamares tiernos y una profundidad que sólo se consigue con paciencia y un caldo de alta calidad.
Cada plato confirma lo que la familia Pajares lleva décadas predicando: la precisión no es negociable.
El servicio que el tiempo olvidó (y eso es un cumplido)
El servicio aquí no es sólo bueno, es orquestal. Cada miembro del personal desempeña su papel con serena dignidad. No están ahí para actuar, sino para garantizar que la comida se desarrolle sin fricciones. Cuando haces una pausa, están ahí. Cuando conversas, desaparecen.
Una simple recomendación de vino se convierte en un diálogo sobre regiones, añadas y personalidad, nunca en un argumento de venta. Este nivel de profesionalidad es poco frecuente en el panorama gastronómico de Bogotá, donde muchos restaurantes han olvidado que la hospitalidad es tanto un arte como la cocina.
También es generacional. Muchos de los camareros llevan aquí años, incluso décadas. Recuerdan su cara, su plato favorito, su bebida preferida. Esa continuidad es un reflejo de la familia que dirige la cocina, ambos impulsados por la misma devoción a la constancia.
Dulces finales que llevan el recuerdo
El postre en Pajares Salinas es donde la nostalgia se hace comestible. El Milhojas de la Casa, con sus crujientes capas de hojaldre y crema pastelera, parece una reliquia familiar. El Tarta de Queso Vasca es denso pero ligero, con la cantidad justa de quemadura en la parte superior. Y para los que prefieren los clásicos discretos, el Crema Catalana sigue siendo inigualable: su corteza caramelizada se agrieta con ese sonido satisfactorio antes de dar paso al calor cremoso que hay debajo.
Incluso el Tabla de Quesos, con un precio de 110.000 COP, tiene más de celebración que de práctica: una última copa de vino, un bocado lento, una conversación prolongada que se niega a terminar.
Por qué Pajares Salinas sigue siendo importante
Bogotá ha cambiado. Su escena gastronómica es más joven, más ruidosa, más atrevida. Pero Pajares Salinas sigue en pie con serena autoridad, recordando que el refinamiento no envejece, sino que se profundiza. Su presencia no es nostálgica, es necesaria.
En un mundo obsesionado con la novedad, este restaurante insiste en que la tradición, cuando se domina, es intemporal. No está atrapado en el pasado, simplemente ha elegido su época y la ha perfeccionado.
Pajares Salinas no persigue estrellas Michelin ni influencers. No lo necesita. Su divisa es la coherencia, su lenguaje la artesanía y su filosofía el amor servido con disciplina.
Al salir del restaurante, vimos a José Augusto Pajares a través de la ventana de la cocina: un chef que sigue probando salsas, ajustando el calor, perfeccionando las mismas recetas que su padre trajo de España. Setenta años después, el fuego no se ha apagado. Sólo ha aprendido a arder en silencio.
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