Viaje tranquilo y hallazgos artesanales intemporales - Nuestra experiencia en Villa de Leyva, Ráquira y el Altiplano

14 de noviembre de 2025

14 de noviembre de 2025

Hay un ritmo en la carretera que sale de Bogotá, una subida constante hacia el altiplano, donde el cemento da paso a la niebla y el horizonte empieza a abrirse de nuevo. Así empezó nuestro viaje a Villa de Leyva.

El tour privado prometía una escapada de eco-lujo a través de la ciudad colonial más bella de Colombia, con paradas curadas a lo largo del camino. Lo que encontramos fue más allá del encanto de las postales: fue un día lleno de texturas, historia y la tranquila sofisticación de viajar sin prisas.

Se trata de una ruta en la que confluyen el pasado geológico, el presente artesanal y los paisajes atemporales de Colombia, un viaje que parece diseñado no sólo para mostrarte cosas, sino para que vayas más despacio. Reserve su escapada VIP a Villa de Leyva y las Tierras Altas.

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El camino fuera de la ciudad

El camino fuera de la ciudad

Salimos justo después del amanecer. Bogotá aún dormía a nuestras espaldas mientras nuestro conductor recorría las curvas de la montaña con la precisión de quien se conoce la carretera de memoria. Nuestra guía, Camila, tenía la facilidad de un narrador, una de esas personas que hacen que la historia suene viva en lugar de recitada.

Nos contó cómo se fundó Villa de Leyva en 1572 como lugar de retiro de la nobleza española, cómo su inmensa Plaza Mayor fue en su día un patio de armas para caballos y soldados, y cómo hoy sigue siendo una de las plazas empedradas más grandes de Latinoamérica. Pero antes de llegar allí, trazaríamos otro tipo de historia: una escrita en agua, arcilla y piedra.

Nuestra primera parada fue inesperada: Presa de Sisga. El aire era fresco, fino y lo bastante frío como para despertarnos. El agua se extendía sin fin bajo una capa de niebla, enmarcada por bosques de pinos y colinas onduladas. Los lugareños dicen que es uno de los embalses más pintorescos cerca de Bogotá, pero a esas horas parecía un espejo privado.

Camila nos sugirió que saliéramos, respiráramos hondo y disfrutáramos de la quietud, un acto sencillo que marcó la pauta para el resto del viaje. Nos dimos cuenta de que esta excursión no consistía en ir de un sitio a otro con prisas. Se trataba de darse cuenta.

Los colores de Ráquira

Los colores de Ráquira

Del azul plateado de Sisga, descendimos al color. Ráquira, la ciudad artesana famosa por su artesanía en barro, apareció de repente, rebosante de vida. Las calles estaban llenas de macetas de cerámica, soles pintados y campanillas de viento que sonaban suavemente con la brisa. Cada escaparate parecía zumbar con su propia paleta.

Es uno de esos lugares que aún vive de la tradición, no de la nostalgia. Los artesanos se sientan en los talleres de puertas abiertas para dar forma a las vasijas y figuritas a mano, como hacían sus antepasados hace siglos. Se puede oler la mezcla de tierra y humo que se filtra de sus hornos, un aroma que parece más antiguo que el tiempo.

Camila nos presentó a un artesano local llamado Jorge, que lleva haciendo cerámica desde que tenía diez años. Nos contó cómo la arcilla del pueblo procede de las colinas cercanas, tamizada y limpiada a mano antes de ser moldeada. “No es trabajo”, dijo, “es memoria”.”

Nos fuimos de Ráquira con pequeños recuerdos -un jarrón pintado a mano, un cerdito rojo para la buena suerte-, pero lo que más se nos quedó grabado fue el sonido de las risas y el ritmo del giro de la rueda de Jorge, constante y circular como el propio latido del corazón de la ciudad.

Entrando en Villa de Leyva

Entrando en Villa de Leyva

Cuando llegamos a Villa de Leyva, El sol se había apoderado por completo del cielo. La primera vista de la ciudad siempre te pilla desprevenido: paredes encaladas que brillan con la luz, tejados de terracota que se derraman por los balcones cubiertos de buganvillas y las montañas que lo enmarcan todo como un cuadro.

La furgoneta se detuvo en el borde de la plaza principal - el Plaza Mayor - una extensión de piedra tan vasta que parece un pequeño continente. Desde allí se entiende por qué la ciudad ha sido refugio de artistas, escritores y soñadores durante décadas.

El almuerzo nos esperaba en una casa colonial restaurada junto a la plaza, uno de esos lugares tranquilos y elegantes donde la madera cruje y el tiempo se ralentiza. La comida era sencilla y perfecta: ajiaco hecho con hierbas locales, limonada fresca y arepas rellenas de queso de las granjas cercanas.

Mientras comíamos, Camila nos contó historias sobre la identidad de la ciudad: cómo ha conservado su esencia colonial a la vez que ha acogido a nuevas generaciones de chefs, enólogos y diseñadores que están dando vida contemporánea a sus huesos centenarios.

“Ya verá”, dijo con una sonrisa, “Villa de Leyva ofrece una calidad de vida de ciudad pequeña dentro de lo que parece un museo viviente”.

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La historia bajo la superficie

La historia bajo la superficie

Esa tarde, dejamos atrás los adoquines para explorar Museo del Fósil, a poca distancia en coche. Es un edificio modesto, pero lo que alberga es extraordinario: los restos fosilizados de un Kronosaurus de 120 millones de años, hallados casi perfectamente conservados en esta región.

De pie ante él, rodeado de antiguas conchas e improntas marinas, es casi imposible imaginar que este altiplano seco fue una vez el fondo de un mar prehistórico. El museo, pequeño y sin pretensiones, nos recordó que la belleza de Colombia no está sólo en sus paisajes, sino en su profunda memoria geológica.

Desde allí, continuamos hacia Pozos Azules, dos lagunas turquesas escondidas entre áridas colinas. El color es irreal: un azul intenso y mineral que cambia con el sol. Es uno de esos raros lugares que se sienten a la vez cinematográficos y serenos, donde el silencio zumba más fuerte que el sonido.

Nos quedamos más tiempo del previsto, haciendo fotos, sí, pero sobre todo mirando. Es el tipo de lugar que no pide palabras, sólo atención.

Una ciudad atrapada entre dos épocas

De vuelta en Villa de Leyva, la luz se había suavizado. Las calles brillaban con un tono dorado y los lugareños empezaban a cerrar sus tiendas por la noche. Se oían las tenues notas de una guitarra que salían de un patio.

Camila nos guió en un último paseo por las callejuelas, señalando detalles que de otro modo podrían pasar desapercibidos: las puertas de madera tallada, los patios ocultos llenos de orquídeas, la mezcla de influencias muiscas, españolas y modernas que conviven silenciosamente en cada rincón.

Pasamos por el Casa Museo Antonio Nariño, el hogar de una de las figuras más importantes de la independencia de Colombia, y se detuvo a las afueras de Iglesia del Carmen, Su fachada de ladrillo rojo destaca sobre los muros blancos que la rodean. Aunque no sea religioso, merece la pena entrar para sentir el eco de siglos en el aire.

Cuando empezó a caer la noche, la plaza volvió a cobrar vida, esta vez con la gente, no con la historia. Los lugareños paseaban a sus perros, los niños corrían por las piedras y las parejas bebían vino al borde de la plaza. Villa de Leyva, al parecer, pertenece por igual al pasado y al presente.

Confort en cada detalle

Cuando volvimos a la furgoneta, las estrellas habían empezado a aparecer, claras y nítidas en el cielo de la montaña. Mantas, bocadillos y música suave nos esperaban, igual que por la mañana. Esas pequeñas comodidades convirtieron el viaje de vuelta a casa en algo más meditativo que largo.

El diseño de la visita fue perfecto, sin prisas ni guiones. Cada parada tenía un propósito, cada pausa era intencionada. Es lo que el lujo debería significar en los viajes: facilidad, no exceso.

Para viajeros que aprecian la profundidad

Esta visita privada no es para los que buscan marcar lugares emblemáticos. Es para viajeros que quieren escuche a un lugar - que aprecian la artesanía, las historias y la quietud tanto como el paisaje.

Desde las reflectantes aguas del Sisga hasta la brillante cerámica de Ráquira y la eterna calma de Villa de Leyva, cada parada ofrecía un ritmo diferente, una nueva faceta del corazón andino de Colombia.

Es un día que te recuerda que los viajes no tienen por qué ser rápidos para ser plenos, que los viajes más memorables suelen ser los que te ralentizan lo suficiente para darte cuenta de lo que siempre ha estado ahí.

Consejos para viajeros de Cielo

  • Horario: Salga temprano (sobre las 6:00 a.m.) para disfrutar de Sisga y Ráquira antes de las aglomeraciones del mediodía.
  • Calzado: Las calles empedradas de Villa de Leyva son encantadoras pero irregulares - lleve zapatos cómodos y planos.
  • El tiempo: Lleve ropa de abrigo. Las tierras altas pueden pasar de un sol cálido a un viento fresco en una hora.
  • Compras locales: En Ráquira, compre directamente a los artesanos, que a menudo le contarán la historia que hay detrás de cada pieza.
  • Fotografía: Pozos Azules se captura mejor entre las 15:00 y las 16:00, cuando la luz del sol intensifica el tono turquesa.
  • Desconecta: A lo largo de la ruta se producen frecuentes caídas del servicio de telefonía móvil.

Por qué volveríamos a ir

Hemos visitado Villa de Leyva antes -para festivales, por trabajo, para escapadas rápidas de fin de semana-, pero nunca como ahora. Viajar en privado, con tiempo para escuchar y espacio para respirar, lo cambia todo.

Nos permitió redescubrir lo que hace que esta ruta sea tan atemporal: no sólo la belleza colonial o los pueblos artesanos, sino el sentido de continuidad que los une a todos. El agua del páramo, la arcilla de la tierra, los fósiles del mar... todo está conectado en esta región.

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